Un debate político bastante recurrente hoy en día es el de las diferencias entre izquierda y derecha, si existen y en qué se fundamentan. Un debate que puede tener cierto componente semántico banal pero que tiene su relevancia porque permite definir orientaciones políticas en un momento en el que todos estamos probablemente bastante desorientados políticamente hablando.
Sin lugar a dudas, la dicotomía izquierda/derecha es un convencionalismo político característico de las democracias liberales que proveniene de la Revolución Francesa, pero encierra una realidad bastante palpable, o dicho de otra forma, sigue siendo, a pesar de todo, útil para describir a los partidos políticos. Conceptualmente, a pesar de los prolijos debates que se van generando, la diferencia es muy sencilla y realmente no ha variado en doscientos años: la izquierda representa la igual libertad de todos los individuos y la derecha el mantenimiento de un statu quo, de un orden establecido en el que, ciertamente, algunos grupos cuentan con determinadas ventajas. Se puede extrapolar sin demasiadas complicaciones a la dualidad conservador-progresista.
Se argumenta, con bastante perspicacia, que este planteamiento denota un trasfondo tendencioso que esconde una suposición de superioridad moral por parte de la izquierda. Desde luego, uno de los vicios más persistentes y contraproducentes de mucha pretendida izquierda es el de la pretensión de superioridad moral. Pero este planteamiento, si algo transmite es precisamente cierto complejo de inferioridad de la derecha que tampoco es útil porque nos hurta un punto de partida fundamental en la deliberación política. La derecha no ha de tener complejos de defender el statu quo que representa, no solo porque nos clarifica a todos los ciudadanos el debate político, sino porque es legítimo defender los intereses específicos y, en definitiva, los beneficios del orden que se ha ido estableciendo en el transcurso de la historia. Dicho de otra forma, la sociedad está tejida de multitud de intereses que resulta perfectamente legítimo que se pretendan conservar y estos intereses se manifiestan en diversos niveles. No sólo hablamos de grandes financieros o grandes poderes fácticos, sino de un sistema en el que mucha gente está implicada a través de la propiedad de un piso, la posesión de un plan de ahorro, la pertenencia a determinado colectivo o incluso el empleo en tal o cual sector.
Y es que, al fin y al cabo, a pesar del aumento de las desigualdades en el último cuarto de siglo, la sociedad actual ha cambiado mucho respecto a la del siglo XIX. Ha habido un progreso que en cierta medida ha logrado constituir un sistema que más o menos ha permitido un espacio para todos, a través de acuerdos o componendas asumidos mayoritariamente que nos han alejado de posicionamientos maximalistas radicalmente opuestos, razón por la cual la arena política está dominada hoy en día por partidos de centro-izquierda y de centro-derecha. Sin duda, es muy osado pretender que el PP resulte una derecha radical o pura y dura como lo significaba la CEDA de la misma forma que no se puede comparar a IU con el PCE o el PSOE de la II República.
Así pues, una de las grandes complicaciones de la distinción izquierda/derecha es que la derecha tiene grandes prevenciones a reconocerse como tal, tanto por la derrota en el campo de los símbolos respecto a la izquierda como el pudor a reconocer los intereses que defiende. Porque, evidentemente, de la misma forma que hay multitud de intereses, es comprensible que haya diferentes derechas. En España, al menos, sólo la derecha que reposa sobre el tradicionalismo o, si se prefiere, sobre la tradición de derechas, no esconde su condición, aunque en ocasiones procure simularla con eufemismos como centro reformista. Otros intereses, como los de la pequeña burguesía catalana, se ocultan en torno a etiquetas inteligente y deliberadamente confusas como las que proporciona la amalgama nacionalista de CiU o los aún más flagrantes intereses de la clase media catalanoparlante entorno a una pretendida izquierda republicana. Por no hablar del complejo conglomerado de intereses que representa el actual PSOE. Es decir, uno de los grandes inconvenientes de la vigencia de la distinción entre izquierda y derecha radica, precisamente, del éxito simbólico de la izquierda, que la convierte en una utilísima herramienta electoral con la que confundir al electorado. El PSOE sobrevive haciendo creer que representa un proyecto de izquierdas, por lo que necesita escenificar su antagonismo con el PP, para lo cual ha mostrado hasta la fecha una gran maestría.
Ahora bien, el elemento probablemente más importante que difumina la distinción entre derecha e izquierda hoy en día es la incapacidad manifiesta de la izquierda de plantear un proyecto político definido. Ciertamente, desde la crisis de los setenta y la caída del Muro de Berlín, la izquierda no ha sabido adaptarse a los retos del momento. La izquierda para tener verdadera relevancia requiere un proyecto con capacidad de transformar la sociedad, sino, acaba convertiéndose en otro gestor de intereses como le ha sucedido de forma manifiesta al PSOE. Ello requiere una gran profundidad de análisis que está totalmente reñida con las posturas moralistas, reduccionistas y dogmáticas en las que fácilmente cae y que, en definitiva, fueron una de las fuentes del fracaso del comunismo. A su vez, requiere de un fuerte respaldo social, de una base que empuje y asegure que como partido sea un instrumento para la sociedad y no permita que el partido se convierta en un fin en sí mismo.
Sin duda, un partido político de izquierdas es algo difícil y en esencia algo excepcional. Pero, a la vez, en los tiempos críticos que corren, resulta algo imprescindible. Llevamos treinta años en los que las desigualdades aumentan y en la actual crisis económica se corre el gran riesgo de que se acreciente de forma insalvable. La izquierda debe aprender de los errores del pasado, irresponsabilidad, complacencia, devaneos totalitarios y dar respuesta a los acuciantes retos del presente, como son la profundización de la democracia y la limitación del imperio de la economía especulativa. No es fácil, no se puede esperar sentado a que lo hagan espontáneamente los grandes partidos establecidos, meras máquinas electorales para la gestión del poder, sólo podrá suceder si se pone al frente una masa crítica en torno a un proyecto definido y realista.