Una crisis
financiera sistémica más o menos fuerte, pero, como ya advirtió
Engels, cíclica y consustancial al capitalismo, está sirviendo como
coartada para el desmantelamiento del Estado de Bienestar.
Indudablemente, el Estado de Bienestar no es la causa de la crisis ni
su reducción la solución. Nos encontramos más bien ante la
consumación de una amenaza persistente enunciada constantemente por
expertos interesados que predicaban su inminente insostenibilidad.
Cuesta hacer creer que lo que era viable en Europa en los años 60
deje de serlo ahora con el evidente crecimiento de la productividad
habido desde entonces. El envejecimiento de la población quizá
resulte más plausible, pero el aumento de la población activa con
la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral invalida el
planteamiento.
Realmente, no hay
que darle muchas vueltas a estas cuestiones, porque no se trata de
factores económicos ni demográficos, sino mayormente políticos.
Nos encontramos en una etapa clave en la escalada de la desigualdad
de la distribución de la riqueza comenzada desde la crisis del
petróleo de 1973. Esta escalada es consecuencia de la paulatina
pérdida de la progresividad fiscal y de la desregulación del
mercado financiero que, éste sí, es uno de los principales
culpables de la dichosa crisis. La cuestión es que cada vez han ido
teniendo menos relevancia las rentas del capital en la recaudación
impositiva respecto a las del trabajo, lo cual sumado a la mencionada
desregulación y al dinero barato nos ha llevado a la crisis de
marras. Es decir, en realidad, la crisis tiene un origen político a
la hora de generar ese marco propicio para las burbujas financieras.
Pero no nos desviemos de la cuestión. Decíamos que la crisis del 73 se saldó con una progresiva escalada en la desigualdad, fundamentalmente de base fiscal. La actual crisis parece que cuenta con el firme propósito de ir un paso más allá: fagocitando el Estado de Bienestar. Ante la perspectiva de la fulminación o degradación total del Estado de Bienestar, por no hablar de la reducción de los derechos laborales, cabrá que la mayoría de los ciudadanos que vivimos esencialmente de nuestro trabajo nos planteemos para qué narices queremos un Estado que únicamente vela por la propiedad y el mantenimiento del orden social y económico establecido. Obviamente, para muy poca cosa, por lo que habrá poco que perder. Vamos, que nuevamente un fantasma deberá recorrer Europa.
El Estado de
Bienestar es producto de un feliz pacto por el cual se reconocía el
capitalismo como única perspectiva económica a cambio de una serie
de mecanismos redistributivos que permitieran ciertos grados de
igualdad de oportunidades a través de lo que se ha llamado Estado de
Bienestar. Por supuesto, este modelo de sociedad presenta muchas más
ventajas, como son múltiples grados de estabilidad, meritocracia,
innovación que no sólo consagra una sociedad más justa sino, de
hecho, una economía más innovadora, estable y rica. Pero, a su vez,
más competitiva en su escalafón más alto, ya que la gran movilidad
social que genera no facilita mantener el estatus social si no eres
siempre el mejor. Es decir, es un modelo que teóricamente facilita
el hacerse rico pero no tanto el vivir de las rentas. Poniendo
ejemplos burdos pero muy representativos, un modelo que facilita Ikea
penalizando a la Duquesa de Alba.
Este admirable
pacto ya agonizante no fue fruto del convencimiento, sino de un
contexto político muy diferente al actual: la Guerra Fría.
Ciertamente, el orden económico establecido, el capitalismo, tenía
una amenaza muy visible en la URSS y en la más que factible
expansión comunista en la Europa de postguerra. De este temor surgió
lo que no dejaba de ser una componenda, un arreglo incómodo forzado
por las circunstancias: el Estado de Bienestar. De esta componenda
surgió, pues, un modelo de éxito, muy popular y capaz de generar
importantes consensos. De hecho, una convención bastante extendida
durante todos estos años es la práctica desaparición de la
diferencias entre la izquierda y la derecha por la adquisición de
fundamentales consensos en lo que se refiere al modelo de sociedad,
reconociéndose generalmente, con mayor o menor entusiasmo por cada
una de las partes, el capitalismo, la democracia y el Estado de
Bienestar. Por este motivo, liquidar el Estado de Bienestar no es una
tarea sencilla que se pueda llevar a cabo de un plumazo. Eliminada la
amenaza soviética que justificaba el Estado de Bienestar, acabar con
éste requería de tiempo y de la ocasión propicia de desesperación
generalizada que permitiera la aceptación de su fin.
El proceso, como
decíamos, comenzó con la crisis de 1973, a partir de la cual las
grandes fortunas y el capital empezaron a dejar de tributar, dejando
cada vez más el esfuerzo impositivo sobre las espaldas de las rentas
del trabajo. Con la crisis actual, estamos viendo como se liquida el
Estado de Bienestar, es decir, pensiones, educación, sanidad... y
con el dinero ahorrado se sostiene, ostensiblemente, el sistema
financiero. Es decir, constatamos, sin el estupor que se merece, cómo
el Estado pasa de ser un agente redistributivo que facilita la
igualdad de oportunidades, a ser un agente redistributivo que
garantiza las inversiones financieras privadas. Y pagado por las menguantes rentas del trabajo. Ante esta situación asombrosa, los que únicamente tenemos nuestro trabajo sólo
nos podemos preguntar por qué mantener este Estado, qué sentido
puede tener sostener el Estado sin Bienestar.