Hemos ido al cine después de muchos años, tantos, que la última vez todavía no había asomado la patita el fenómeno - la revolución, dirán sus más osados publicistas- del 3D. Desde Avatar, parece ser que toda película que aspire a ganar dinero tiene que contar con estos efectos. Tanta explosión 3D podía llegar a hacer pensar que estábamos ante una innovación del calibre del cine sonoro o en color. Así que me he puesto las gafas de Buddy Holly con buena disposición, ahora bien, sin fliparme, consciente de que lo de 3D es publicidad engañosa, que la proyección seguiría siendo, obviamente, en 2 dimensiones como toda la santa vida, pero con algún efecto óptico sorprendente en los momentos más agetreados. Si lograran realmente 3 dimensiones sí que sería una revolución.
Bueno, pues ni eso. Tanta ostia por una vaga sensación de profundidad forzada, que no sólo te obliga a cargar con unas gafotas -que pagas-, sino que empeora la fotografía de la película creando unos falsos espacios o, más bien, una extraña superposición de capas que más que dar mayor sensación de realismo precisamente genera lo contrario, una sensación de montaje cutre, inverosímil, plano. Recuerda los primeros intentos de la pintura del Quattrocento de dar sensación de profundidad con la perspectiva -sin necesidad de gafas-, en los que se notaba mogollón el burdo truco de las líneas convergentes y que no lograba crear un verdadero volumen.
Ignoro si la Historia del Arte ha registrado las burlas de los coetáneos a Fra Angelico o Paolo Uccello a las limitaciones de la incipiente técnica de la perspectiva, pero hay que reconocer que no se tardó en perfeccionar la técnica, por lo que tampoco voy a ser demasiado cruel. Vete a saber si yo en la baja edad media hubiese desanimado a los innovadores y hubiesen seguido haciendo vírgenes en pan de oro.
Ahora, hay que reconocer que los artistas del renacimiento tenían publicistas igual de buenos que los del cine 3D, así que confiemos que cuenten también con una evolución paralela.
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