Ya sé que no se puede menospreciar la ignorancia que, como todos sabemos, es muy osada. Pero la confusión con estas tres palabras, laico, aconfesional y ateo, es interesada, deliberada. A ella juegan los representantes de la iglesia católica en España denunciando lo que entienden como beligerancia laicista. Cierto es que al gobierno socialista sus rifirrafes con la jerarquía eclesiástica es el último bastión que le queda para dárselas de progresista, ya que en el resto de campos no comparece, si bien en el cacareado laicismo gubernamental poco ha pasado de la retórica. A la espera estamos todavía de la llamada Ley Orgánica de Libertad Religiosa, pero por el momento, las prerrogativas de la iglesia católica se mantienen incólumes y más bien lo que nos encontramos es la beligerancia confesional por parte de los estamentos religiosos que pretenden, con más pena que gloria, marcar como antaño la senda moral y ética de la sociedad española desde el ámbito legislativo. Todos tendremos en mente el papel de la Iglesia Católica en los debates sobre el matrimonio homosexual, el aborto o la educación.
De esta forma, los representantes eclesiásticos se han sacado de la manga una pretendida ideología laicista, que a su entender vulnera la libertad religiosa y que contraponen a la constitucional aconfesionalidad del Estado. Dios sabrá a qué se refieren, porque es muy difícil hacer creer que la libertad de culto esté en entredicho en España. La cuestión es enredar y confundir a propios más que a extraños. La idea es hacer creer que laicismo es sinónimo de ateísmo, cuando verdaderamente tan opuesto a un Estado laico es un Estado confesional como un Estado ateo.
La confusión es interesada porque la iglesia católica sabe muy bien lo que significa laico. De hecho su uso viene del derecho eclesiástico y viene a referirse a todo aquél que no está ordenado. Es decir, en definitiva, que no forma parte de una organización religiosa. Por lo tanto, un Estado laico es aquél que es independiente de cualquier organización religiosa. Lo cual, evidentemente, no tiene nada que ver con el ateísmo que es la defensa de la inexistencia de todo dios.
La idea de un Estado laico es un triunfo de la ilustración, por el cual se reconoce que la idea de transcendencia es algo propio de la conciencia de cada cual. Es decir, es algo privado en lo que el Estado no tiene competencia al respecto. Parte, pues, de un planteamiento hermoso y que ojalá se aplique en otros ámbitos: las emociones, los sentimientos, si se quiere, el sentimiento de pertenencia a una comunidad, es algo íntimo del individuo por lo que no entra en la esfera pública. O como diría aquél, en toda una declaración laicista: Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Bueno, ¿y la aconfesionalidad del Estado español? La Constitución española dice en su artículo 16.3: Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones. Como decíamos, un Estado que se declara independiente de cualquier confesión es un Estado laico, porque ese es el significado de un Estado laico. Negarlo, sin duda, es cogerse a un hierro ardiente. Pero, ¿en qué tendrán en cuenta los poderes públicos las creencias religiosas de la sociedad española? Efectivamente, la cláusula del tendrán en cuenta es la concesión de ambigüedad que nos brindaron los constituyentes ante los contrapuestos compromisos con los que se encontraban y es a lo que se acoge la jerarquía católica, pero difícilmente pasa de una declaración de intenciones. Ahora bien, y ¿cuáles son las creencias religiosas de la sociedad española? Pues cada vez menos las católicas, motivo y causa de la beligerancia eclesiástica que lucha por intentar mantener su statu quo.
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