martes, 9 de marzo de 2010

El despreciado valor de la tolerancia

Una de las mayores ventajas de la democracia es que, entre otras cosas, garantiza la pluralidad. Pienses lo que pienses un Estado democrático es integrador, no expulsa a nadie por motivos de conciencia. En teoría, las instituciones, pues, son de todos y están para todos. Esto es algo formidable y no hay sistema conocido que lo logre al mismo nivel, a pesar de las múltiples y constantes presiones de aquellos que pretenden erigirse como representantes de los legítimos poseedores de determinados cachos de tierra o de la verdad absoluta.

Estas presiones parecen ser particularmente virulentas en los tiempos que corren. Quizá sean los miedos que generan las crisis. Pero no necesariamente. Parece más bien que sencillamente ya no se lleva lo de la tolerancia, un valor que ciertamente se predica mucho pero que se practica poco. Recuerdo aquellos tiempos en los que se discutía el concepto de tolerancia precisamente porque nadie debía adoptar la posición de preeminencia de tolerar nada a los demás. Siempre me había parecido un argumento convincente, pero últimamente le he captado un matiz a la idea de tolerancia que me parece le da plena vigencia como valor democrático. Es necesario que aprendamos todos a tolerar aquello que nos desagrada, que nos repugna.

De un tiempo a esta parte sucede que hay gente que parece concebir la democracia como la posibilidad de imponer su sensibilidad. Es cuestión de tener los apoyos suficientes. Es decir, entiende la democracia como la dictadura de la mayoría, lo cual, sin duda alguna, es una perversión tentadora pero injusta y que en cualquier momento se puede girar en contra de cualquiera que lo defienda. Hay un elemento ineludible en una verdadera democracia: la libertad individual, lo cual se puede traducir en el derecho al propio mal gusto.

Son muchos los que hoy en día pretenden que todo el mundo se amolde a su particular sensibilidad: los antiabortistas, los antitaurinos, los xenófobos, los nacionalistas y un largo etcétera se creen con el derecho de decirle a los demás qué comportamientos son legítimos, ni más ni menos, pretenden imponer su propia sensibilidad, lo cual, sin duda es muy tentador. Se acogen a más o menos solemnes valores que aseguran preservar: la vida, la dignidad, la cultura. Es decir, su propia moral, siempre muy legítima cuando se limitan a practicarla y no a imponerla. Porque puestos a propagar la virtud a lo ministerio iraní, podemos imponerla en múltiples ámbitos: la decencia en los medios de comunicación, el arte ante la música ligera, la gastronomía contra la comida rápida, el buen gusto en el vestir, la gracia en las formas, la simpatía en el trato… No soy demasiado original, esta distopía de felicidad y perfección ya se le ocurrió a alguien antes: A Aldous Huxley en Brave New World.

No hay comentarios: