El inconfesable encanto del nacionalismo.
No
es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el
contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.
Karl
Marx
El otro día me preguntaba cómo se lo montaba CiU para contar con
semejante masa entusiasta, dispuesta a brindarle tan estupenda
cortina de humo que ya no hablamos de recortes, rescates y corrupción
sino de la independencia que en nombre de todos los catalanes
clamaron el otro día. Ciertamente, abusa de los medios de
comunicación, tanto públicos como privados, pero incluso en las
sociedades más oprimidas, manipuladas e ignorantes es poca la gente
que se presta encantada a las manifestaciones masivas de apoyo al
poder. De hecho, hasta el 11S, las manifestaciones que protagonizaban
la actualidad catalana eran, precisamente, las que se oponían a las
políticas de recortes de CiU. Por otra parte, la opinión pública
estaba pendiente de los casos de corrupción de CiU y las
dificultades financieras de la Generalitat. Entonces, a este
gobierno tocado e impopular, ¿Cómo es posible que miles de personas
le hayan brindado generosamente semejante balón de oxígeno con el
que alejar de la luz pública sus múltiples debilidades y, de
rebote, protagonizar la agenda política?
En
Cataluña hay una ideología dominante: el nacionalismo. Procura
justificarse en torno a la historia, la cultura, la lengua o incluso
la economía, pero todo ello no son más que pretextos. Como decía
Marx, la ideología es una falsa conciencia. Ello se deriva de la
más fundamental máxima del filósofo alemán: no es la conciencia
del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser
social es lo que determina su conciencia. El nacionalismo, pues, no
se deriva del respeto a los antepasados, el aprecio a una lengua ni
tan siquiera de agravios fiscales. Es una mera cuestión clasista.
Hay
que hacer un breve repaso histórico. En la industrialización de un
país, hay un proceso de urbanización que requiere desplazamientos
masivos de población del campo a la ciudad, para generar lo que se
ha venido a llamar la clase obrera. Cataluña, y particularmente
Barcelona, fue un núcleo de industrialización en España, con lo
que fue recibiendo un importante aporte de población del resto del
país en diferentes oleadas. Quizá sería pertinente mencionar los
movimientos obreros internacionalistas que predicaban la revolución
obrera. El nacionalismo, pues, es una reacción de clase media ante
ese proceso industrializador y, fundamentalmente, proletarizador. Es
decir, es la voluntad de distinguirse como los legítimos moradores
de un territorio, reclamando, de esta forma, su preeminencia. Eric
Hobsbawm, por ejemplo, explica con su habitual clarividencia este
tránsito de las clases medias hacía la derecha reaccionaria en libros
como La era del Imperio o Naciones y nacionalismo desde
1780.
Pero
simplifiquemos. El nacionalismo, pues, se fundamenta en un complejo
de superioridad. De ahí se deriva al uso de la lengua catalana como
signo de estatus (siempre al nivel de la clase media, la clase alta
está por encima de estas nimiedades) y el recurrente victimismo que
permite alejar toda responsabilidad de uno mismo. Como complejo,
entra, pues, en el campo de la psicología. De hecho, los propios
nacionalistas reconocen con orgullo que se trata de un sentimiento,
por lo que adolecen de capacidad de racionalización y reaccionan con
agresividad ante la discusión de sus axiomas.
Ese
complejo de superioridad, con todo, ha tenido que sufrir las
consecuencias de la crisis. Las crisis económicas tienen también
una importante vertiente psicológica, afectando a la seguridad y la
confianza de la gente. En Cataluña, como en el resto de España, la
crisis ha sido particularmente virulenta, con un elevado número de
parados, diferentes cajas de ahorro nacionalizadas y una política de
austeridad que, como hemos comentado, ha sido particularmente atroz
con el Estado de bienestar. La mani del 11S ha respondido, pues, a
una necesidad psicológica, ha significado un acto de reafirmación
necesario para su complejo y de paso, una canalización de la
frustración hacia aspiraciones banales que permiten dirigir las
responsabilidades hacia fuera y seguir pensando que somos especiales, diferentes, mejores.
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