Los chicos de ERC son un perfecto ejemplo de este contraste que Gallego, a través de Arendt, plasma entre República y país. Este partido, que pretende hacerse llamar izquierda y republicano y que no pasa del mero y vacuo independentismo (por no llamarlo reaccionario y defensor de privilegios, es decir, derecha pura y dura), es un claro ejemplo de lo opuesto a los principios republicanos: esto es, nacionalismo, compromiso con unas esencias supuestas ajenas a las instituciones políticas y que transcienden a los individuos, los cuales a ellas están supeditados.
Un republicanista, en definitiva, quiere sentirse orgulloso de la República de la que forma parte como satisfacción por la justicia que es capaz de garantizar, es decir, es accidentalista, lo considera únicamente un medio, necesario e imprescindible, pero sólo un medio. Mientras tanto, un nacionalista está orgulloso de la nación de la que siente formar parte y tiene la necesidad de explicitarlo. Es, por lo tanto, esencialista.
OPINIÓN
Una virtud problemática
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ
La enciclopedia de Filosofía de la Universidad de Stanford explica que la lealtad es considerada una virtud, "aunque una muy problemática". En teoría es la perseverancia en el respeto a un compromiso adquirido por una persona. Por eso se relaciona tanto con la amistad, aunque también se exige respecto a la familia, a la empresa, a diferentes organizaciones y, desde luego, por los distintos países respecto a sus propios ciudadanos. En periodos de mucha confusión política y social debería ser importante saber a qué se es leal. Preguntarse con qué está uno comprometido. Por ejemplo, en el caso de los periodistas, ¿con la verdad?, ¿con los principios profesionales que impulsaron la creación de los grandes medios de comunicación del siglo XX?, ¿con qué otras cosas?
Hannah Arendt (filósofa, judía alemana, refugiada en Estados Unidos) respondió una vez a esa pregunta: yo debo mi lealtad a la República de Estados Unidos, es decir, a la forma de gobierno, a lo que los Padres Fundadores de la república establecieron como principios democráticos y morales de su organización política, no al país. Y, por supuesto, también a las personas "entre las cuales hoy, siendo éste un momento decisivo, me siento bien". Si Estados Unidos se comportara como una potencia imperialista, creía ella, la república de Estados Unidos no sobreviviría a ese desarrollo (el país desde luego que sí) y no habría por qué prestarle lealtad. Si los medios de comunicación renunciaran a la búsqueda de la verdad y al respeto de los principios profesionales sobre los que se desarrollaron, no sobrevivirían como medios de comunicación (quizá sí como negocios) y no habría por qué prestarles lealtad alguna. Si los actuales ciudadanos de Estados Unidos se hubieran hecho esa pregunta, quizá no hubieran aceptado el brutal ataque a la república que supuso el segundo mandato de George W. Bush. Si los actuales ciudadanos de Israel se hicieran esa misma pregunta, quizá fueran capaces de parar el brutal ataque de su Gobierno y su ejército contra los habitantes de Gaza... y contra los principios de la república que fundó Israel. La Ley Básica sobre Dignidad Humana y Libertad aprobada en 1992 fue enmendada en su momento precisamente para recoger uno de esos principios republicanos ahora ferozmente atacados: "En Israel", dice el preámbulo de la ley, "los derechos humanos fundamentales se basan en el reconocimiento del valor del ser humano, la santidad de la vida humana y el principio de que todas las personas son libres". Es decir, el reconocimiento de los derechos fundamentales de los ciudadanos de Israel no se funda en otra cosa que en su condición de seres humanos. Una condición que comparten con los palestinos. ¿A qué deben ser leales los ciudadanos de Israel? ¿A los principios republicanos que dan valor a la vida humana y condenan sin escapatoria el asesinato de 350 niños, el bombardeo de instituciones humanitarias internacionales, el aplastamiento de poblaciones civiles indefensas? La realidad es que los ciudadanos de Israel parecen mucho más leales a los intereses del Gobierno que afirma defender al país, aunque sea destruyendo la república, que a los principios sobre los que se fundó aquel Estado. Quizá lo lógico, cuando los tiempos se están desquiciando, fuera proclamar, como hicieron Mark Twain o Graham Greene, "la virtud de la deslealtad" y declararse definitivamente pesimista. Quizá, pero Hannah Arendt, que tuvo en su vida todos los motivos para unirse a ese profundo cansancio, creyó siempre en el valor de la política como algo creado por los unos y los otros, los absolutamente distintos, para vivir juntos y garantizarse su libertad. La política, afirmaba, se basa precisamente en el hecho de la pluralidad de los hombres (y de las mujeres). Trata del estar juntos los unos y los otros, los diversos, escribió. En estos tiempos tan crueles podría resultar imprescindible la reivindicación de ese sentido de la política. Es posible que, como dice Jerome Kohn en su análisis de la obra de Arendt, podamos todavía persuadirnos de que vale la pena aprovechar esa posibilidad de conjurar la ruina de nuestro mundo. "En los momentos en los que las instituciones de gobierno y las estructuras jurídicas parecen estar erosionadas y envejecidas, es bueno rememorar las raras ocasiones en las que los seres humanos, plurales y diversos, han llevado a cabo y han completado acciones políticas". Y dar nuestra lealtad, exclusivamente, a esos momentos y a esas acciones. -
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