Hay una tendencia a la adscripción casi futbolística en lo que se refiere al tedioso conflicto árabe-israelí. Qué le vamos a hacer, los seres humanos, en nuestra estupidez, tendemos al maniqueísmo, nos gusta tomar partido. Los que toman partido por Israel acostumbran a considerarlo "uno de los nuestros", una democracia laica (de corte europeo que se decía antaño) asediada por el fanatismo religioso musulmán. Puede resultar comprensible la fobia al fanatismo islámico que nos gastamos después de los onces de septiembre y de marzo (suena al mismo fatalismo del clásico idus de marzo), pero no conviene dejar de advertir otros fanatismos, incluso religiosos.
Sin ir más lejos el judío que cada vez condiciona con más empeño esa democracia (como, de hecho, no lo olvidemos, lo es/era la Autoridad Nacional Palestina) con la que algunos les gusta comparar la nuestra. En el diario El País nos lo ilustran (aquí y aquí) de forma elocuente. Fanáticos religiosos que no reconocen el Estado y éste, en un alarde de estupidez inconmensurable les premia eximiéndoles del servicio militar, el pago de impuestos, mientras les concede el control de las conversiones al judaismo y, por supuesto, el condicionamiento de su política exterior para satisfacer sus demenciales ansias de expansión. Luego se extrañan de que cada vez haya más. El triunfo del fanatismo acostumbra a ser culpa de la dejación de las personas normales. Más les vale a los israelíes normales tomar cartas en el asunto, porque su principal peligro puede estar al otro lado de la alambrada.
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